Se acercaba el Día de la Madre. Un niño de nueve años había hecho, con sus propias manos, una canastilla de cañas para obsequiársela a su querida madre. Todos los días, desde una semana antes, el muchacho, a escondidas, sacaba el regalo y lo contemplaba con orgullo. Si alguna de las cañas se había zafado, o no estaba bien sujetada, el niño la cambiaba y modificaba todo el diseño de la canastilla. Llegó por fin el Día de la Madre. Había acordado con su hermanita que cada uno llevaría su regalo a la mesa para darle la sorpresa a la mamá. Cuando llegó el momento, la hermana llevó el suyo, pero el niño no aparecía por ningún lado. La madre, después de un buen tiempo, lo llamó, pero él no salió de su cuarto. Así que ella puso el oído a la puerta, y oyó al niño llorando. Muy sabia y discretamente, la madre abrió la puerta y vio a su hijo sentado en el piso, con el regalo entre las piernas, todo aplastado. Lo había ocultado detrás de un escritorio, y alguien había movido el escritorio y había destrozado la canastilla. Sin decir nada, la dulce madre se sentó junto al hijo y empezó a rehacer la canastilla, caña por caña. El niño comenzó a secarse las lágrimas, y a medida que la canastilla volvía a tomar forma en las manos de la mamá, más y más amplia se hacía la sonrisa en su inocente rostro. Al terminar la madre la tarea, fue con su hijo hasta el comedor con el regalito, y el niño experimentó ese día el Día de la Madre más inolvidable de toda su vida. «Lo recuerdo perfectamente —escribió ya como adulto el Hermano Pablo—, porque aquel niño era yo mismo.» Esa historia verídica acerca de su niñez la contó el Hermano Pablo por primera vez en la radio cuando tenía cerca de cincuenta años de edad. En efecto, quedó grabada en su memoria, como una cinta magnética que resiste el desgaste del tiempo. Así como en todos los mensajes que transmitió en el transcurso de cuarenta años en los medios de comunicación, el Hermano Pablo también aplicó a la vida cotidiana aquel «Mensaje a la Conciencia». Lo hizo en las siguientes palabras: «Muchas veces en la vida, desde entonces, he visto la misma escena. Pero no ya, amigo mío, una canastilla rota que construye una madre con sus propias manos, sino vidas destrozadas, arruinadas, estropeadas por el pecado, que toma Cristo en sus manos y las recompone y regenera. Cristo es el gran Carpintero de las almas, amigo mío. Tiene amor, tiene paciencia, tiene sabiduría y tiene poder. Puede recomponer cualquier vida hecha escombros por el pecado. Y Él sólo está esperando que nosotros, con lágrimas y con esperanza, le entreguemos nuestra alma.» |
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